Es la historia de Helen y su hija Serena. Los médicos le aconsejaban que fuera a psiquiatras porque le decían que todos los síntomas que ella sufría era por el stress de convivir con una niña síndrome de down. Ella luchó durante siete años para que le dieran un diagnóstico preciso y lo consiguió.

Serena nació cuando su mamá Helen tenía 36 años y con ella también llegó la noticia de que tenía síndrome de Down. Al año y miedo de dar a luz, Helen, comenzó a presentar síntomas que todos los médicos atribuían al hecho de tener una hija con ese síndrome.

“Me sentía cansada, me sentía mal… y los médicos me mandaban al psicólogo y al psiquiatra pero yo cada vez me sentía peor. En un momento, viendo el panorama, mi hermana me sugirió que fuera a ver a una endocrinóloga por si era algún desajuste hormonal o algo de la tiroides, provocado por el embarazo”.

Tras algunos estudios, le diagnosticaron tiroiditis crónica (o enfermedad de Hashimoto), una patología autoinmune en la cual el sistema inmunitario ataca la glándula tiroides. El estreñimiento y la fatiga, entre otros, fueron atribuidos a esta enfermedad que se medicó y controló. Sin embargo, la salud de Helen no mejoraba.

“A los 40 años empecé a estar anémica, pero los médicos atribuían todo a la situación de vivir con una hija con síndrome de Down y el estrés que eso podía causarme –recuerda Helen–. Yo iba de médico en médico pero estaba cada vez peor. Con la anemia bastante avanzada, fui a una hematóloga, que hizo sus estudios. Me mandaron a una ginecóloga para que me diera pastillas, a un proctólogo que me hizo una colonoscopía y una endoscopía, y me daba todo bien.

“Los médicos pensaban que no comía y le indicaban lentejas e hígado que ella preparaba con regularidad. Además, le aplicaban inyecciones de hierro: “En un momento ya casi no tenían lugar donde pincharme, era un dolor tremendo, me sentaba de costado. Entonces pasé a tomar pastillas que me hicieron mal al estómago y al hígado”, relata Helen.

Mientras tanto, Serena iba creciendo, y por un disgusto grande que tuvo con una señora a la que había contratado para cuidar a su hija y que, entre otras cosas, después se enteró de que la maltrataba, Helen empezó con úlcera y gastritis. “La gastroenteróloga atribuyó los síntomas  al estrés surgido de esa situación pero, para cuidar el sistema digestivo, me dio una dieta. Yo seguía cada vez más anémica, y en un momento, la gastroenteróloga deslizó un ‘No creo que seas celíaca porque te veo bien‘. Además, ella me preguntaba si tenía diarrea, si había tenido abortos y lo único que yo tenía era anemia”, recuerda Helen y recuerda que ella tomó ese comentario que la doctora hizo al pasar e insistió muchísimo para que la mandara a hacerse los estudios correspondientes, porque si ella era celíaca, su hija, que tenía síndrome de Down (asociado a la celiaquía), también podía serlo y era necesario tratarla. “Tuve que insistir muchísimo para que me hicieran una videocolonoscopía. Ahí me diagnosticaron celiaquía, a los 44 años, cuando había empezado con problemas a los 37”.

Serena, por su parte, tenía mucha panza y los médicos le decían a su mamá que era por la hipotonía típica del síndrome de Down. Sin embargo, la intuición de la madre llevó a que, finalmente, a los 8 años de la nena, le hicieran los análisis de sangre, que le dieron positivo en un 99,9 por ciento.

Hoy, Serena tiene 16 años y va a un colegio que tiene comedor: las opciones para celíacos llegan en viandas envasadas; no se preparan allí. También lleva un jugo en polvo apto, ya que el que se sirve en la escuela no lo es. “Cuando va a la casa de una amiga, algunas mamás –-las menos–, le compran algo especial, pero como es caro, por lo general yo la mando con algo: primero hablo con la mamá a ver qué van a comer y trato de mandarle la versión sin gluten”, manifestó Helen y reconoce que hay poca solidaridad por parte de los padres de los nenes.

En ese sentido dijo “por ejemplo, para un fin de año una compañera de Serena llevó una chocotorta, no avisó, y Serena no pudo comer porque no era apta. También, para el cumpleaños de esa nena, la mamá llevó una chocotorta apta, mandamos notas ambas mamás, las nenas lo sabían, pero así y todo la maestra no la dejó comer a Serena.

“Para el cumpleaños de 15, Serena organizó su fiesta y hubo opciones con y sin gluten. Para todos los días, Helen prefiere encargar viandas y tenerlas listas en el freezer, además de guiarse por el listado del ANMAT para otras compras. En cambio, con el papá de Serena cocinan chipá, pan, bizcochuelo y hasta una chocotorta apta rellena con helado”.

 

Gabriela Lima, periodista y autora del libro «Cocina para Celíacos» de Editorial Albatros.

 

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